Una amistad a cuatro manos

Entrevista a Mario Vargas Llosa

En franco diálogo, el escritor peruano recuerda las filias y fobias de su amistad con Gabriel García Márquez, sus lecturas comunes y proyectos pendientes, y la lamentable consecuencia que tuvo entre ellos el apoyo o el distanciamiento respecto a la Revolución cubana. Testimonio de los orígenes y la relación de dos grandes de las letras latinoamericanas... antes del quiebre.

POR Carlos Granés

Enero 27 2021
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Ilustración de Patryk Hardziej

 

En esta conversación con Carlos Granés, que tuvo lugar el 6 de julio de este año en San Lorenzo de El Escorial, Mario Vargas Llosa habla por primera vez en décadas sobre la intensa amistad que vivió con García Márquez, cuando ambos eran “felices e indocumentados”.

Quería empezar preguntándote por la amistad. ¿Cómo se forjó la amistad con García Márquez? Entiendo que la primera vez que se vieron fue en 1967 en el aeropuerto de Caracas. Tú vas a recibir el Premio Rómulo Gallegos por La Casa Verde; él acaba de publicar Cien años de soledad y se conocen en ese instante preciso, en el aeropuerto. ¿Qué pasa, qué es lo que hace clic en ustedes?

Bueno, en realidad hay una historia que comienza mucho antes. Descubrí a García Márquez como escritor unos años atrás en París. Yo trabajaba en la Radiodiffusion-Télévision Française (RTF) –tenía ahí distintas actividades– y una de ellas era un programa de literatura en el que comentábamos, sobre todo, los libros que aparecían en Francia y que podían tener un interés en América Latina. Con este motivo, algunas editoriales nos enviaban obras que pensaban que podían ser comentadas en el programa. Y un día llegó un libro, publicado por la editorial Julliard –estoy hablando de comienzos de los años sesenta–, que era de un autor colombiano. Me acuerdo del título: Pas de lettre pour le colonel, o sea El coronel no tiene quien le escriba. Nunca había oído hablar de García Márquez. Fue el primer libro que leí de él, y no lo leí en español sino en francés. Me gustó mucho por su realismo estricto, por la descripción precisa de este viejo coronel que sigue, inasequible al desaliento, enviando cartas, reclamando una jubilación que nunca le llegará... Me impresionó mucho saber que había un escritor que se llamaba García Márquez y que ya había publicado otros libros. Intenté conseguir libros de él, ya no recuerdo a través de quién, y también averiguar un poco más. Me parece que llegaron a mis manos, como consecuencia de estas averiguaciones, La hojarasca y... ya no me acuerdo si algún otro texto.

No fue el primer escritor latinoamericano que descubrí en francés. Cuando todavía no había partido a Europa, antes del año 58, estaba suscrito a Les Temps Modernes, y allí apareció una novela de Alejo Carpentier, en dos o tres números, que se llamaba Chasse à l’homme, o El acoso en español. Así descubrí que había un escritor cubano, importante, original, que no había llegado hasta el Perú.

No tengo presente ya cómo empezamos a escribirnos. Lo que sí recuerdo es que nos intercambiamos unas primeras cartas cuando yo ya no estaba en París; vivía en Londres, lo que quiere decir que debió ser a partir del año 67. Alguien nos puso en contacto. No sé si fui yo el que le escribió primero o él quien me escribió a mí, pero tuvimos una correspondencia bastante intensa en la que creo que nos fuimos haciendo amigos antes de vernos las caras. Hablábamos de proyectos literarios, comentábamos las cosas que habíamos escrito y que habíamos leído uno del otro, y en un momento dado surgió la idea de escribir una novela a cuatro manos sobre la guerra que hubo entre Perú y Colombia en la región del Amazonas. García Márquez tenía mucha más información que yo. En sus cartas me contaba detalles –seguramente muy exagerados para volverlos más divertidos y pintorescos–, y no sé cómo este proyecto, sobre el que intercambiamos correspondencia durante un buen tiempo, en un momento dado se eclipsó. No sé si fue por lo difícil que sería romper esa intimidad en la que uno escribe, exhibirla frente al otro –lo que hubiera sido obligatorio, de haber llegado a escribirse esta novela a cuatro manos–, pero el proyecto se diluyó.

De manera que cuando nos vimos las caras en el aeropuerto de Caracas en el 67, en realidad ya nos conocíamos y ya nos habíamos leído. La conexión fue inmediata, la simpatía recíproca, y creo que al salir de Caracas juntos, para ir a Bogotá, ya éramos amigos, y casi, casi, diría yo, íntimos amigos.

Luego estuvimos juntos en Lima, donde yo le hice una entrevista pública en la Universidad Nacional de Ingeniería1. Esta universidad tenía un rector muy dinámico, que creía mucho en la cultura. Por eso patrocinaba proyectos en los que la San Marcos o la Católica, las otras universidades importantes del Perú, no se habrían embarcado. Entre estas actividades estuvo un diálogo con García Márquez. Uno de los pocos diálogos públicos que García Márquez sostuvo porque, como seguramente todos saben, él era bastante huraño. Detestaba esas entrevistas porque en él había, en el fondo, una enorme timidez, una gran reticencia a enfrentarse a un público, a hablar de una manera improvisada. Todo lo contrario de lo que era en la intimidad. Con poca gente, con unos cuantos amigos y en confianza, era un hombre extraordinariamente locuaz, divertido, que hablaba con una enorme desenvoltura. Pero ante una audiencia, un micrófono o un periodista, se inhibía y aparecía una persona tímida y huraña.

 

Y finalmente ese libro a cuatro manos sí se publicó. No fue sobre la guerra del Perú, sino esa entrevista en la Universidad Nacional de Ingeniería.

 

Esa entrevista se publicó. Fue una edición pirata porque el editor nunca nos pidió permiso ni a García Márquez ni a mí –una práctica bastante extendida, por otra parte, en la América Latina de esos años–. Felizmente las cosas han cambiado desde entonces, pero en aquella época un editor podía publicar a un autor sin consultarle siquiera. A él le irritó siempre esa edición pirata y nunca se lo perdonó al editor. Le molestó muchísimo, aunque la transcripción era muy fiel porque la entrevista había sido grabada.

 

Hay muchas similitudes entre la niñez y la juventud de García Márquez y las tuyas. Por ejemplo, ambos fueron criados por los abuelos maternos, ambos tuvieron una relación conflictiva con el padre, estudiaron en internados, y empezaron a trabajar muy jóvenes como periodistas. ¿Estas coincidencias ayudaron a que se forjara la amistad?

 

Yo creo que había unas similitudes más importantes que sí contribuyeron a esa cercanía entre los dos: las lecturas. Los dos éramos grandes admiradores de Faulkner. Me acuerdo que en esa correspondencia que intercambiamos hablábamos mucho de Faulkner, de la enorme impresión que nos había causado leerlo, de cómo nos había educado, cómo nos había puesto en contacto con la técnica y la manera de contar más modernas, sin respetar la cronología, cambiando los puntos de vista. Creo que el común denominador más importante entre nosotros fueron esas lecturas.

Él había recibido una enorme influencia de Virginia Woolf, por ejemplo. Hablaba muchísimo de ella. Yo había tenido una gran influencia de Sartre, al que yo creo que García Márquez ni siquiera había leído. No tenía mayor interés por quienes habían sido muy importantes en mi formación: los existencialistas franceses. Por Camus creo que sí. Pero él había leído sobre todo literatura anglosajona, muchísima literatura inglesa. Y creo que los dos estábamos descubriendo al mismo tiempo, como otros escritores, que éramos latinoamericanos. Que más que colombiano él, o más que peruano yo, los dos pertenecíamos a una patria común de la que hasta entonces conocíamos poco y con la que apenas nos habíamos identificado. No sé si García Márquez podría decir lo mismo que yo: encontré a América Latina y la literatura latinoamericana en Francia. Cuando descubrí que nunca sería un escritor francés, supe que era un escritor latinoamericano; hasta entonces no lo sabía.

La razón era muy sencilla, supongo que la padeció García Márquez igual que yo. En nuestros países, y en América Latina en general, la comunicación en los años cincuenta y sesenta era mínima. Nosotros en el Perú no sabíamos qué ocurría en la literatura ecuatoriana, colombiana o chilena. Y me imagino que un escritor colombiano no sabía lo que ocurría en Venezuela ni en el Perú. Las excepciones eran México y Argentina, donde sí había un movimiento editorial. Llegaban libros de esos países. Pero la conciencia que existe hoy en día de América Latina como unidad cultural prácticamente no existía cuando yo era joven. Por lo menos no en el Perú. Los escritores peruanos no se sentían latinoamericanos, se sentían peruanos y tenían referencias culturales de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, mucho más que de los otros países de la región.

Eso comenzó a cambiar muchísimo a partir de la Revolución cubana, hecho central que despierta la curiosidad del mundo por América Latina, sobre todo de Europa, y al mismo tiempo esa curiosidad hace visible el hecho de que en América Latina había una literatura interesante, novedosa y representada por escritores de distintos países. Eso tuvo una enorme repercusión en nosotros mismos, en los escritores latinoamericanos. Creo que ese fue otro de los temas que nos acercó muchísimo a García Márquez y a mí.

Ya me había ocurrido en París con Cortázar, a quien conocí unos años antes. Cortázar vivía en París desde hacía muchísimo y yo creo que no se sintió un latinoamericano hasta esa época. Empezó a sentirse como tal cuando Europa descubría la literatura de ese continente. Fue una sensación muy estimulante, muy enriquecedora, que nos acercó mucho. Y fue uno de los aspectos que fomentaron nuestra amistad, nuestra cercanía. Creo que eso hizo, desde el primer momento, que mi vinculación con García Márquez fuera tan estrecha, tan cálida y tan amistosa.

 

Los dos al principio fueron entusiastas de la Revolución cubana, precisamente. Pero con el tiempo, o más concretamente en 1971, con el caso Padilla2, tú te distancias de Castro, empiezas a recelar de las promesas de la revolución junto con otro grupo de intelectuales y escritores latinoamericanos, mientras que García Márquez permanece fiel a los ideales de la revolución. ¿Qué tan traumático fue el caso Padilla para la relación entre los escritores del Boom?

 

Es muy interesante ese tema. En realidad, cuando yo lo conocí, García Márquez ya había pasado por un proceso parecido de desencanto con la Revolución cubana, solo que con muchísima más discreción. Él, como tú sabes, fue a Cuba a trabajar en Prensa Latina con Plinio Apuleyo Mendoza, su gran amigo. Trabajaron allí mientras la agencia mantuvo una cierta independencia del Partido Comunista. Era un organismo de prensa mucho más vinculado al Movimiento 26 de Julio, a los Castro, que al Partido Comunista, que en esa época todavía mantenía una cierta distancia de la revolución. Pero el Partido Comunista, de una manera que no trascendía a la opinión pública, se puso como objetivo la captura de Prensa Latina. Cuando esto sucede, tanto Plinio Apuleyo Mendoza como García Márquez son purgados, lo que para él significó un verdadero choque, no solamente personal sino político. Ahora, él guardó una enorme discreción sobre este asunto. Pero cuando lo conocí, yo era un entusiasta de la Revolución cubana; él, muy poco. Incluso adoptaba una posición un poco burlona, como diciendo: “Muchachito, espérate, ya verás, ya verás...”.

Esta era la actitud que él tenía, no en público, sino en privado. Cuando ocurre el caso Padilla, él no estaba ya en Barcelona. Había salido, no sé si en un viaje temporal o era ya una partida definitiva. No lo recuerdo, pero sí tengo presente que cuando detienen a Padilla y cuando este va preso –hubo acusaciones contra él de que era agente de la CIA–, nosotros en Barcelona tuvimos una reunión en mi casa con Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, Josep Maria Castellet y Hans Magnus Enzensberger –un escritor alemán que iba con bastante frecuencia a Barcelona– para hacer una carta de protesta por la captura de Padilla. Me acuerdo que con ocasión de esa carta, que firmaron muchos intelectuales, Plinio Apuleyo Mendoza dijo: “Hay que poner el nombre de García Márquez”. Nosotros le dijimos que había que consultarle primero. Yo no podía consultarle porque no sabía dónde estaba en ese momento. Entonces Plinio decidió poner la firma de García Márquez.

Por lo que supe, García Márquez protestó enérgicamente. Le escribió a Plinio Apuleyo; pero yo ya no tuve contacto con él. La segunda protesta que nosotros hicimos, después de que saliera el propio Padilla de los calabozos, acusándose a sí mismo de ser agente de la CIA y acusándonos a todos los que lo habíamos defendido de ser también agentes de la CIA –una cosa completamente disparatada–, fue una segunda carta que García Márquez ya no quiso firmar. A partir de entonces, su posición hacia Cuba cambió totalmente. Se acercó mucho a Cuba. Empezó a ir, pues no había ido desde la época en que fue purgado de Prensa Latina, y empezó a manifestarse públicamente a favor de la Revolución cubana, a aparecer fotografiado con Fidel Castro y, en definitiva, a mantener con la revolución esa relación de gran cercanía que tuvo hasta final.

¿Qué pasó exactamente? No lo sé y no tuve ya nunca una conversación con él después del caso Padilla. ¿Qué lo convenció? La tesis de Plinio Apuleyo es que, aunque García Márquez sabía que muchas cosas andaban mal en Cuba, él tenía la idea de que América Latina debía tener un futuro socialista y que, de todas maneras, aun cuando muchas cosas no funcionaran como debían ser, Cuba era una especie de ariete que estaba rompiendo el inmovilismo histórico. Estar con la Revolución cubana era estar a favor del futuro socialista para América Latina. Esa es la interpretación de Plinio Apuleyo Mendoza.

Yo soy, digamos, menos optimista. Creo que García Márquez tenía un sentido muy práctico de la vida y descubrió en ese momento fronterizo que era mucho mejor para un escritor estar con Cuba que estar contra Cuba. Se libraba, por ejemplo, del baño de mugre que recibimos todos los que optamos por una postura crítica. Si estabas con Cuba, podías hacer lo que quisieras y jamás ibas a ser atacado por el enemigo verdaderamente peligroso para un escritor, que no es la derecha, sino siempre la izquierda. Es la izquierda la que tiene el gran control de la vida cultural en todas partes del mundo. Entonces, de alguna manera, enemistarte con Cuba, criticar a Cuba, era echarse encima a un enemigo muy poderoso, y además exponerte a estar en cada caso, en cada situación, explicándote y justificándote para tratar de demostrar que no eras un agente de la cia, que ni siquiera eras un reaccionario o un pro imperialista. Es decir, hacerte la vida mucho más difícil.

Mi impresión es que de alguna manera la amistad con Cuba y la amistad con Fidel Castro lo vacunaron a él contra todas esas molestias que podrían ser muy largas y muy pesadas, como fueron las que tuvimos que enfrentar quienes a partir de entonces empezamos a criticar muy directa y muy severamente la Revolución cubana.

 

No mucho antes de la revolución, García Márquez había hecho un viaje por los países socialistas y había publicado unos reportajes en los que es difícil saber si está a favor o en contra. Su posición es más bien ambigua.

 

Él estaba muy decepcionado con el socialismo real, muy decepcionado. Eso se traslucía en sus conversaciones. Por eso digo que él había pasado por todo eso antes que los demás. Él recordaba muy bien ese viaje. Me acuerdo que nosotros fuimos a Berlín, una invitación, y él recordaba episodios de su viaje por los países socialistas y hablaba desde el escepticismo más profundo. No era para nada alguien a quien le hubieran metido el dedo a la boca, ni muchísimo menos. Pero al mismo tiempo era muy prudente. Nosotros estábamos muy entusiasmados, queríamos que todo aquello funcionara mucho mejor de lo que en realidad funcionaba, y él miraba eso con mucha ironía y distancia.

Nunca le vi un entusiasmo por la Revolución cubana en los años de Barcelona. No la atacaba, pero había vivido una experiencia que de alguna manera lo cargaba de desencanto y escepticismo. ¿Qué pasó exactamente luego del caso Padilla? Ya te digo, hay dos interpretaciones muy distintas y será la posteridad la que diga cuál es la más válida.

 

¿Cuál dirías que era la ideología de García Márquez? ¿Era un socialista, un antiimperialista...?

 

Él había tenido una formación de hombre de izquierda, como es lógico. En América Latina era imposible no ser un joven de izquierda si tú eras un intelectual o un escritor, o si tenías vocación literaria. ¿Cómo podías ser de derecha cuando esos países, por culpa de la derecha, se habían quedado atrasados, habían tenido dictaduras terribles? Eran países donde el analfabetismo tenía unos porcentajes verdaderamente horrorosos, donde además las desigualdades sociales eran tan gigantescas. Era imposible no sentir que la izquierda podía corregir todo eso.

Por otra parte, la izquierda latinoamericana era un poco residual. Hay que recordar que son los años del estalinismo crudo y duro, por lo que la izquierda era muy sectaria, muy dogmática, sobre todo los partidos comunistas y los partidos que estaban muy cerca de estos, lo que le había impedido crecer. Eran partidos un poco marginales. Un escritor venezolano amigo mío que había estado en el Partido Comunista decía una cosa muy divertida: “Éramos pocos, ¡pero bien sectarios!” [risas].

La izquierda naturalmente atraía a un joven escritor que se decía: “¿En qué país voy a ser yo escritor? En uno donde hay muy pocos lectores, porque hay enormes sectores del país que no leen o que no están en condiciones de comprar libros, y eso tiene que cambiar. ¿Cómo me puedo identificar yo con el statu quo, con el establishment en un país así?”. Entonces García Márquez había tenido una formación de izquierda y vivió, sin ninguna duda, el enorme entusiasmo representado por el triunfo de la Revolución cubana. Eso fue algo absolutamente extraordinario. Yo creo que ocurrió así en el mundo entero, pero sobre todo en América Latina. Fue el triunfo de una revolución que, además, había seguido este proceso heroico de “los barbudos” luchando en la Sierra Maestra contra un ejército. Un movimiento que por otra parte no era identificado con el Partido Comunista, un movimiento que parecía mucho más socialista y liberal que comunista. Así, que “los barbudos” entraran a La Habana fue una victoria que celebramos toda mi generación y la de García Márquez como una salida del túnel. Por fin parecía que América Latina había encontrado una fórmula que iba a hacer posible un socialismo no sectario, no dogmático; y esto, en los primeros tiempos de la revolución, Fidel lo alentaba muchísimo en sus discursos, diciendo que él no era comunista, que había convertido los cuarteles en escuelas, que había una movilización para acabar con el analfabetismo gracias a las brigadas de alfabetización. Entonces todo eso provocó un enorme entusiasmo, y García Márquez, con Plinio Apuleyo, se va a trabajar a Cuba, ambos inmediatamente identificados con la revolución. Pero una cosa es el mito y otra la realidad. Ellos viven desde adentro un proceso completamente invisible para el público no cubano, que no estaba realmente metido allí. Viven la experiencia de ser purgados. Plinio muestra más claramente su desencanto; García Márquez, mucho más prudente, no lo dice pero sí lo vive desde adentro. Creo que todos los que lo conocimos antes de que estallara el caso Padilla lo percibíamos clarísimamente, porque no compartía nuestros entusiasmos, nuestras ingenuidades respecto a lo que era la verdadera revolución y el mito de la revolución.

 

En los años previos al caso Padilla estuviste muy metido con la obra de García Márquez porque estabas preparando tu tesis doctoral...

 

Bueno, a mí me deslumbró Cien años de soledad. Me habían gustado mucho las obras anteriores de García Márquez, pero leer esta novela fue para mí una experiencia fascinante. Me pareció realmente magnífica, extraordinaria. Inmediatamente después de leerla escribí un artículo titulado “El Amadís en América”. Yo en ese tiempo era un entusiasta de las novelas de caballerías y me parecía que por fin América Latina había tenido su gran novela en este género, donde el elemento imaginario prevalecía sin que desapareciera el sustrato real, histórico, social; había esa mezcla insólita, realmente extraordinaria. Creo que esta impresión mía fue compartida por un público muy grande. Cien años de soledad, entre otras características –con las que, por otro lado, pocas obras maestras cuentan–, tenía la capacidad de ser un libro lleno de atractivo para un lector refinado, culto y exigente, a la vez que para un lector absolutamente elemental, que solo sigue la anécdota, que no se interesa ni en la lengua ni en la estructura de una historia. Es un caso muy raro: un libro que puede ser leído por lectores tan distintos, pero con alimentos que son enormemente satisfactorios y placenteros para todos y cada uno de ellos.

Entonces, no solamente empecé a escribir notas sobre la obra de García Márquez sino a enseñar García Márquez. Recuerdo que el primer curso que impartí sobre su obra en Puerto Rico, donde estuve un semestre, fue para mí un trabajo muy estimulante y muy enriquecedor. Leer la obra de García Márquez y tener que hacer el esfuerzo de racionalizarla para poder explicársela a los estudiantes, que además la habían leído con el mismo entusiasmo que yo, fue una experiencia muy bonita, y avancé muchísimo en el trabajo, sin pensar en ese momento –para nada– que iba a terminar publicando un libro sobre él.

Luego volví a hacer el curso sobre García Márquez en Inglaterra y finalmente en Barcelona. El primer año que viví en Barcelona di un curso sobre él. Y de esta manera fue surgiendo, sin habérmelo propuesto, con las notas que tomé, el material con el que hice la tesis que luego se convirtió en el libro García Márquez: historia de un deicidio.

 

...que al día de hoy es uno de los libros más ambiciosos e instructivos para penetrar en el mundo de García Márquez. Quiero preguntarte algo que me muero de curiosidad por saber. Nadie ha sabido decirme si García Márquez leyó ese libro.

 

Sí lo leyó.

 

¿Y qué te dijo?

 

Lo leyó en un viaje que hizo a Londres y me dijo que tenía el libro lleno de anotaciones [risas] y que me lo iba a entregar en un momento dado. Ese momento nunca llegó, y nunca vi esas anotaciones, si es que de verdad las llegó a hacer. Pero sé que lo leyó.

Tengo una anécdota curiosa con ese libro. Los datos biográficos me los dio él y yo le creí. Pero recuerdo que en un viaje a Europa en barco, yo paré, no me acuerdo en qué puerto colombiano... Buenaventura, puede ser... Allí estaba toda la familia de García Márquez en el puerto, entre ellos su padre, al que yo no había conocido. Entonces estuve conversando con ellos el tiempo de la escala, y recuerdo que en cierto momento el padre me reclamó: “Oiga, ¿y usted por qué le cambió la edad a Gabito?” [risas]. “Yo no le he cambiado la edad”, me defendí. Y replicó: “Usted le ha quitado un año”. “¡Pero si él me ha dado esa fecha y yo le he creído!”, protesté, y por último aclaró: “No, no, él nació un año antes”.

Entonces, cuando llegué a Barcelona, le dije: “Gabo, tu padre me ha recriminado porque dice que yo te cambié la edad”. Y se puso muy incómodo, tanto que cambié el tema. Pero siempre me quedó dando vueltas en la cabeza por qué el padre me jaló las orejas alegando que le había cambiado la edad al hijo. Digo, no podía ser coquetería de García Márquez quitarse un año [risas]. Entonces había ahí un elemento curioso.

Pero tengo que decir que escribí ese libro con mucho placer. Fue realmente un gusto tratar de reconstruir todo el quehacer de García Márquez para elaborar una obra tan compleja. Cuando uno hablaba con García Márquez, él era enormemente divertido, contaba anécdotas siempre fascinantes –porque además las contaba maravillosamente bien–, pero no era un intelectual. Funcionaba mucho más como un artista, como un poeta, que como un intelectual (es decir, alguien que reelabora conceptualmente aquello que hace y está en condiciones de explicarlo). Él no estaba en condiciones de explicar intelectualmente el enorme talento que tenía a la hora de ponerse a escribir. Lo cual quiere decir que funcionaba fundamentalmente a base de intuiciones, de instintos, de pálpitos, que no pasaban tanto por lo conceptual: esa disposición extraordinaria que tenía para acertar tanto con los adjetivos, con los adverbios y, sobre todo, con la trama, la materia narrativa.

Cuando uno estudia la obra de García Márquez, se da cuenta de una complejidad intelectual extraordinaria. Yo tenía la sensación, en esos años que fuimos tan amigos, de que muchas veces él no era consciente de las cosas mágicas, milagrosas, que hacía a la hora de componer o fantasear sus historias. Quizá por eso a García Márquez le molestaban tanto los intelectuales, una persona como Octavio Paz, por ejemplo. Él podía admirarlo, pero siempre a mucha distancia, porque alguien que pensaba todo el tiempo, que pensaba acerca de todo, que todo quería entenderlo y explicarlo, era realmente su antípoda. Así que, en definitiva, aquel contraste fue para mí muy interesante mientras trabajaba en ese libro.

 

En 1967 se publica Cien años de soledad, que se convierte en un gran fenómeno literario. Tiene muchos lectores, se escriben muchos textos sobre la novela y se empieza a decir que es una metáfora de América Latina o una suma simbólica del continente. Yo quería preguntarte: ¿qué visión crees tú que tenía García Márquez de América Latina? ¿Cómo veía el futuro de América Latina?

 

Él era profundamente latinoamericano. Sus mitos, su lenguaje, su manera de ser, sus gustos, tenían que ver íntimamente con América Latina, aunque para él esta había sido Colombia y México, los dos países que conocía y en los que transcurrió gran parte de su vida. Pero era esencialmente latinoamericano, sin ninguna duda.

¿Qué es lo que quería para América Latina? Seguramente quería cosas muy sensatas, como que América Latina saliera del subdesarrollo o que fuera socialista. Su idea del socialismo era muy sui géneris. Yo creo que no era una idea demasiado elaborada, ni desde el punto de vista económico ni desde el político. Dudo mucho que en los años que estuvo tan cerca de Cuba viera allí el prototipo de lo que quería que fuera América Latina en el futuro, o de lo que pensaba al respecto. Sobre eso él no ha dejado prácticamente ningún testimonio o escrito, entre otras cosas porque no era un intelectual, no quería serlo, y ese era un trabajo fundamentalmente intelectual.

Ahora, ¿qué idea de América Latina se desprende de la obra de García Márquez? Lo mejor de América Latina, la parte mítica, la parte mágica, la parte legendaria. América Latina no es, pero sí es –por contradictorio que parezca–, lo que es en la obra de García Márquez. En toda la fealdad de América Latina, él podía encontrar belleza porque tenía una prosa que convertía lo feo en bello, en atractivo lo que era más bien repelente. Esa es la riqueza extraordinaria de la literatura.

Y si a él los escritores norteamericanos, ingleses y europeos que leyó lo marcaron tanto, fue porque con ellos pudo trabajar una materia que era profundamente latinoamericana. Creo que no se puede ir más allá... no se puede ir más allá diciendo cosas que él no dijo explícitamente, ni haciendo interpretaciones que en última instancia él podía haber contradicho con sus conductas, con sus declaraciones o con sus escritos.

 

Quizás uno pueda sacar esa visión de futuro leyendo entre líneas el discurso que pronunció en Suecia en 1982, al recibir el Premio Nobel, cuando dice que la búsqueda de la identidad es ardua, a veces sangrienta; cuando dice que Londres tardó trescientos años en construir su primera muralla, que los suizos que hacen ahora quesos mansos anegaron de sangre a Europa en el pasado... Y después pide cierto tipo de comprensión para América Latina, como si esta necesitara tiempo o un proceso evolutivo para llegar a la modernidad. Si uno compara estas ideas con las tuyas sobre América Latina, uno puede notar una gran diferencia. Corrígeme si me equivoco: tú piensas que no hay que pasar por determinadas etapas, sino que se pueden adoptar modelos que han servido en otros países, incorporarlos al caso propio, y eso puede acelerar el ingreso a la modernidad.

Pienso en el interés que te suscitaron los países asiáticos que, partiendo de una condición similar a la latinoamericana, en pocos años tenían niveles de vida elevados. Entonces, me pregunto si finalmente chocan estas dos nociones de América Latina: una que pide paciencia y asegura que se debe pasar todavía por unas etapas, por un Medioevo, como dice el Bolívar de El general en su laberinto –“¡Por favor, carajos, déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media!”–, y otra visión que dice que podemos acelerar el tránsito a la modernidad adoptando modelos que ya funcionan en otros países, ¿no ves ese conflicto?

 

El subdesarrollo es bello solamente en literatura. No es bello en la realidad. Es lo que le ha ocurrido a América Latina y lo que, por desgracia, todavía le ocurre en buena medida. El subdesarrollo consiste en sociedades absolutamente injustas, en las que hay una minoría gozando de todos los privilegios y grandes mayorías que están marginadas porque no tienen las mínimas oportunidades para salir de la condición en que se encuentran. La violencia que ha caracterizado al subdesarrollo es algo que sigue siendo atroz en la mayor parte de los países latinoamericanos. Todo eso es el subdesarrollo. Con eso se puede hacer gran literatura, sin ninguna duda. Con eso hicieron gran literatura García Márquez, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, muchos escritores latinoamericanos. La gran literatura se alimenta mucho más de la mugre que de la belleza de la realidad... Piensa en Dostoievski, en Kafka. Sin embargo, que América Latina se quede como está para que produzca buena literatura: no [risas], eso yo no lo voy a aceptar.

Por otra parte, América Latina no es distinta del resto del mundo que ha pasado por ese subdesarrollo que podría inspirar obras de una extraordinaria riqueza literaria, poética, novelesca. Pero es importantísimo que la realidad que representa América Latina se corrija y se modernice. Nosotros tenemos la suerte de vivir en una época en que los países se pueden saltar, o quemar rápidamente, muchas etapas en su camino hacia la modernidad, la civilización y la prosperidad, mientras que antes estaban obligados a pasar lentamente por todas ellas. Además, tenemos las experiencias históricas suficientes para saber cuál es el buen camino y cuál es el mal camino. De tal manera que, si nosotros queremos ser prósperos, no podemos seguir el modelo de la Unión Soviética, de la República Popular China, de Cuba; no podemos seguir el modelo, ¡por favor!, de Venezuela. ¿Cuál modelo podemos seguir? El de los países modernos y prósperos, donde las desigualdades se han reducido a un límite humano, a unas diferencias humanas. Eso es perfectamente posible y por fortuna es lo que está ocurriendo en América Latina. Por eso, yo creo que hay más razones para el optimismo que para el pesimismo.

La América Latina de mi juventud estaba llena de dictaduras militares de un extremo a otro del continente. Hoy día las dictaduras son muy pocas y tenemos gobiernos democráticos. Corruptos y mediocres, sí, pero las democracias corruptas y mediocres son siempre preferibles a las dictaduras. Las dictaduras son la peor solución, siempre, y la que no permite salidas pacíficas. América Latina, hoy día, en general, está mejor que antes y va por el buen camino. ¿Qué significa el buen camino? Esto que voy a decir no lo hubiera aceptado nunca García Márquez, por supuesto. El buen camino significa que la solución no son los cuarteles ni las grandes utopías socialistas. Esos caminos ya los hemos recorrido y el resultado ha sido absolutamente catastrófico en ambos casos. ¿Cuál camino queda? El de la democracia, que es el camino menos violento, el que tiene más posibilidades de hacer crecer las clases medias y reducir la pobreza (atacando de una manera sistemática, por supuesto, la corrupción, que es un cáncer que puede destruir las democracias). Pero ese camino, que paradójicamente es muy lento para los impacientes, es el único posible, el que no trae más violencia que aquella que quiere corregir.

En ese sentido, América Latina no es diferente del resto del mundo. Tú has citado los casos de Asia, que son muy interesantes. Yo me acuerdo que cuando era joven nosotros hablábamos de la “taiwanización” como un horror en el que podía caer América Latina. Pues ese horror, Taiwán, es hoy día un país moderno, próspero, sin pobres, y América Latina sigue siendo un continente con millones de millones de pobres.

En Asia se ha entendido más o menos cuál es el camino, y eso está dando frutos excelentes. Hay países que han despegado de una manera realmente extraordinaria, que han conseguido disminuir radicalmente la pobreza. La enorme miseria de masas de gentes hace imposible que ninguna institución funcione de verdad y es el mayor problema en América Latina.

¿La América Latina democrática, moderna y próspera tendrá una literatura tan imaginativa como la de García Márquez, Rulfo o Borges? No lo sé, pero los países tienen la literatura que se merecen. Si merecemos tener una buena y rica literatura siendo países civilizados, la tendremos; y si no, si nuestra literatura es pobre y menos imaginativa, tendremos que conformarnos y leer la literatura africana, de un continente que, siendo pobre y miserable, producirá seguramente una literatura tan rica y fantasiosa como la de García Márquez.

 

Mencionabas ahora a los dictadores. García Márquez escribió El otoño del patriarca, una novela de dictador; bastantes años después, tú escribiste otra novela de dictador. Un dictador caribeño en tu caso; el de él era un pastiche, una especie de Frankenstein de muchos dictadores, pero también parecía estar situado en el Caribe y tenía así mismo muchas semejanzas con Trujillo3. Sin embargo, ambas novelas son radicalmente distintas. La imagen que tú proyectas de Trujillo es absolutamente repugnante, mientras que en la de García Márquez hay cierta ambivalencia. Yo quería preguntarte: ¿cómo leíste esa novela?, ¿te gustó o no te gustó?

 

A mí no me gustó. A mí me pareció que la novela era –quizá sea un poco exagerado decirlo así– como una parodia de García Márquez. En esa obra parece que se imita a sí mismo. El personaje no me parece nada creíble. A diferencia de los personajes de Cien años de soledad, que siendo desenfrenados y estando como más allá de lo posible son siempre verosímiles –la novela tiene la capacidad de hacerlos verosímiles dentro de su exageración y de su inflación anecdótica–, el personaje del dictador, en cambio, me pareció muy caricatural. Y además me parece que la prosa no le funcionó. Él intentó en esa novela un tipo de lenguaje muy distinto del que había utilizado en las novelas anteriores y no le salió; no era una prosa que diera verosimilitud, persuasión, a la historia que contaba. De todas las novelas que escribió, me parece la más floja.

 

En ella se aborda el tema del poder. García Márquez sintió mucha fascinación por personajes poderosos como Torrijos o Castro. ¿Tú intuías eso en su personalidad? ¿Te sorprendió?

 

No, él tenía una fascinación desmedida por los hombres poderosos, no solo literaria sino vital. Le parecían figuras enormemente atractivas. Se identificaba muchísimo con esos poderosos que de alguna manera habían cambiado su entorno gracias a su poder, en el buen sentido y en el mal sentido por igual. Creo que a García Márquez lo hubiera deslumbrado alguien como el Chapo Guzmán. Estoy seguro de que, para él, inventar un personaje como Guzmán, o como Pablo Escobar, hubiera sido tan absolutamente apasionante como haberse inventado un Fidel Castro o un Torrijos.

 

Quisiera terminar esta conversación con dos preguntas. La primera: ¿tú crees que García Márquez será recordado solamente por Cien años de soledad o crees que sus cuentos y sus otras novelas también sobrevivirán?

 

Desgraciadamente no podemos saber qué va a ocurrir dentro de cincuenta años con las novelas de los escritores latinoamericanos. Es imposible saberlo, hay tantos factores que intervienen en las modas literarias...

Yo creo que lo que sí se puede decir de Cien años de soledad es que se va a quedar de todas maneras. Puede ser que haya largos períodos en que esté olvidada, pero en algún momento será resucitada y volverá a tener la vida que dan los lectores a un libro literario. Hay en esa obra suficientes riquezas como para tener esa seguridad. Creo que es el caso de un Borges, por ejemplo. La obra de Borges podrá pasar por períodos en que resulte mucho menos atractiva o interesante para un público expuesto a unas experiencias muy distintas de las nuestras, pero en algún momento esa obra va a tocar alguna fibra íntima de muchos lectores. Creo que ese es el secreto de las obras maestras. Allí están, pueden quedar enterradas, pero esto siempre será provisionalmente, porque en un momento dado algo hará que vuelvan a hablarle a un público y vuelvan a enriquecerlo como lo hizo en el pasado con otros lectores.

 

La segunda pregunta: después del distanciamiento que tuvieron, ¿volviste a ver a García Márquez? ¿Volviste a tener contacto con él?

 

No... Estamos entrando en terrenos peligrosos. Creo que es el momento de poner fin a esta conversación [risas].

 

Y para terminar, lo prometo, ¿cómo recibiste la noticia de la muerte de García Márquez?

 

Con pena, desde luego. Es una época que se termina, como con la muerte de Cortázar, como con la muerte de Carlos Fuentes... Eran magníficos escritores, pero fueron además grandes amigos. Y fueron amigos en un momento en que América Latina de alguna manera llamó la atención del mundo entero. Y haber vivido como escritor un período en el que la literatura latinoamericana era una credencial positiva; en que América Latina ya no era el país de los charros, los pistoleros, los dictadores de opereta, sino un continente que producía buena literatura, una literatura que podía sorprender a los lectores cultos franceses, ingleses, italianos, fue muy exaltante y enriquecedor. Así como lo fue también la amistad que se trabó en esos años entre todos nosotros. Descubrir, de pronto, que soy el único sobreviviente de esa generación, y el último que puede hablar en primera persona de esa experiencia, es, por supuesto, algo triste. Pero como decía un vals peruano cuya letra he olvidado, menos este verso: “La vida es así y así es la vida”.

ACERCA DEL AUTOR


Es antropólogo y escribe para El Espectador, entre otros medios. Su libro más reciente es El puño invisible (Taurus)